viernes, 9 de diciembre de 2011


Heterocrítica.

La autocrítica es un mito. Lo es en primer lugar, porque no hay  “autós” que no suponga un  “alter”, un “otro” desde el cual toda posición, toda crítica es posible. Mitología porque no hay balance objetivo, a “conciencia”, no hay “sinceridad absoluta” desde la cual evaluarnos ni posición neutral que nos permita salirnos de nosotros y mirarnos desde esa posición privilegiada de la despersonalización. La autocrítica se ha intentando presentar, desde el comunismo hasta el cristianismo e inclusive dentro de los farsantes libros de “autosuperación”, como una confesión: apertura de un “yo” callado que aún no reconoce sus errores, ni sus virtudes, espacio abierto de un autoconocimiento. Pero, en realidad, la autocrítica como una confesión de sí y para sí pertenece a una capitalización del silencio, a una economía de lo “propio” en donde se intenta hacer un balance, ya sea, de nuestras virtudes y defectos, aciertos y errores, o bien, de nuestros costes y beneficios. Es un lugar común hacer autocrítica antes de empezar una nueva etapa, para cerrar un ciclo y abrir un camino, se cree, desde la lógica del sujeto consciente, que hay que abrirnos a la critica desde uno mismo, cuando, seguramente, es un gesto diferente lo que nos abre a ella en sentido estricto. Digamos, pues, que la autocrítica se abre como mito por la utopía que esconde. No hay autocritica sin un cierto mesianismo, sin la espera de una redención o de un nuevo comienzo donde no exista un retorno de lo peor sino la esperanza de una mejoría e incluso la promesa de un “otro yo”, de un “mesías” en el cual transformarnos para salvarnos o augurarnos un futuro mejor. Es decir, la autocrítica sucede ser la farsa desde la cual intentamos economizarnos, crítica falsa porque nosotros ponemos las condiciones, al “examinarnos” en determinado momento de nuestra historia, en pro de un resultado que nos convenga para ese momento de vida, consentimos, limitamos, flagelamos, reprimimos, justificamos y ponemos una meta que dirija dicha crítica. Ninguna crítica es posible desde aquí.
Si pensamos en su etimología, crítica procede de crisis, de ruptura, separación: ahuecamiento que hace temblar nuestra tectónica. Pero no hay corte que no venga de un cierto exterior, alteridad que rompe. Sin espejo no hay crítica, sin reflejo que deforme nuestro propio “autós” no puede haber diferencia ni crisis alguna. Tampoco, sin fantasma. El otro no es siempre el “fuera de mí”, nuestra propia memoria, los recuerdos que nos conforman no son indelebles, no tienen una identidad fija, si no transfigurada, reescrita, e inclusive borrada. Es la crisis, lo crítico de una situación, lo que supone el examen, la rememoración, lo que nos empuja a la crítica; sin el encuentro con el “otro” que no soy yo, no hay crisis, ni criterio y mucho menos crítica. Habría que olvidar el “autós” de la crítica, confesión que se profesa a sí misma desde un esquema ya planeado, y entonces hablar siempre desde lo hetero, desde lo alter, heterocrítica que escucha al otro para poder decir “algo” sobre nosotros mismos.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Leonor


"El cáncer es como el rostro masticado, 
ganchudo y estragado del intruso. Extraño
a mí mismo, y yo mismo que me enajeno. 
¿Cómo decirlo?"


Esa mañana Leonor se levantó sintiendo el cuerpo mutilado. Sin poder abrir los ojos intentó tocarse las extremidades, la panza, el pubis, los senos y simplemente no logró sentirse. Sus ojos se encontraban clausurados, cual parpados pesados que se caen como mecanismo de defensa frente a lo que no se quiere ver. Pero, Leonor no tenía el cuerpo mutilado y tampoco estaba en carencia de algo. Quizá lo que le faltaba no era su cuerpo, sino que le sobraba la posibilidad de perderlo  y tan sólo ese riesgo lo anulaba, aniquilándolo con antelación. Era su primer despertar con el intruso, su primer amanecer asumiendo que su cuerpo alojaba, hospedaba un cáncer.
Todo pasó con prisa, golpe seco que desploma. Un día se dio cuenta que había algo raro en su cuerpo, en su entrepierna apareció un bulto que no tardó en exigirle atención: petición a gritos de un cuerpo que se vuelve intruso. Era inútil obviar la protuberancia que se hallaba en su cuerpo, empezó a crecer en desmesura de tal manera que cualquier pretexto quedaba obsoleto para explicar su visita, ni acumulación de grasa ni hinchazón de un tendón, eso era una invasión imprevista, que escapaba al control de Leonor, a su valentía por resistir las enfermedades.
Dijeron que había que quitarlo, lo habló en su casa, preparó a su gente y todos quisieron pensar que no sería nada, ningún cáncer, ninguna invasión, sólo un susto para advertir que no somos perennes y que, de vez en cuando, pasan cosas que nos obligan a ser conscientes de nuestra mortalidad. Hubo una suspensión en el tiempo, un espacio en donde no paso nada. Momento de la extracción que auguraba una promesa sin cumplir, promesa de la salud que no llegó; noticia de que estaba ahí, alojado y dispuesto a invadir todo lo que ella era. Pero ella misma era el intruso, su propio cuerpo se volvía contra sí misma, la producción excesiva de su cuerpo, desbordamiento de células convertidas en entidades malignas. Su hipertiroidismo tuvo que ser una advertencia, pero la obvió como una gripa o una irritación de estomago, desde siempre había estado sobreproduciendo y entonces el cáncer de linfoma le hizo entender que había traicionado a su cuerpo, se había traicionado ella como cuerpo y ahora se volvía contra sí.
Había que interrumpir la metástasis, tenía que romperse ella misma para vencer al intruso, tuvo que debilitarse y actuar contra su propio cuerpo para salvarlo, arriesgarse a la posibilidad de perderlo, a que sus células resistiesen al ataque, riesgo que asumió a cambio de la oportunidad de un futuro.
Sus venas siempre fueron tramposas, nunca se dejaron ver con facilidad, sus brazos se cansaron de tanta intromisión. Ella toda era una intrusión, intervención técnica que podía salvarla, en cada inyección pensó en todo el miedo que solemos tener a lo externo cuando quizá ese fármaco la salvase de ella misma, de lo propio de ella que ahora era un intruso que la condicionaba a una vida, a quizá meses o años de debilidad y transformación.
Había que ser otra para sanarse, lo asumió con valentía, hizo propios los cambios que le acaecieron, no se resistió a nada sino que busco la manera de conocer a su intruso, de reconocerse y aceptarse como esa otra que empezaba hacer. Se comprometió frente al espejo como una mujer sin cejas, sin pestañas, ayudó a su cuerpo a despojarse de sí y un día antes de continuar viendo como perdía sus hilos negros en la almohada, rapó su cabeza sin pena, gesto de una mujer que sabe enfrentar la vida. Fue largo el camino, tan largo que nada, ninguna línea escrita puede hacerle justicia.
“Se sale desorientado de la aventura” y Leonor se perdió cada día en el hospital, se olvido de sí cada tarde después de la quimioterapia, rendida a su cuerpo cansado, atravesado sin césar. Se preguntaba, cuando recobraba la lucidez, si alguien sería capaz de entender su sentir, su experiencia de vivirse fraccionada, anulada, sin saber quién era, sin poder ni siquiera sostenerse en su cuerpo, se preguntó si su hija, que se encontraba lejos de ella, sería capaz de entender el dolor, si su voz por el teléfono le lograba comunicar ese algo que no se puede decir con palabras; cuántas veces se reconfortó imaginando el abrazo  de su niña como aquello que unía sus partes fraccionadas, como el abrigo necesario del que carecía.
Aún sin reconocerse, aunque tuviese miedo de sí misma, incluso sintiendo el abandono de sus defensas, de su inmunidad, estaba convencida de hacer una alianza con su cuerpo. Nunca se quejó y en silencio, soltó todos aquellos intrusos que le obligaron a ser su propio intruso, dejó que su propio extranjero, ese ajeno que le venía de adentro, operará en su cuerpo e hizo lo incansable por apaciguarlo, por hacerle entender que aún no era el momento.
Hoy por la mañana, Leonor se ha levantado de la cama con el cuerpo completo, da las gracias y se mira al espejo pensando en ese cabello que hoy crece rizado cuando antes era lacio.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Fuera de Lugar

La utopía se vuelve contra sí misma; la plenitud del deseo, su saturación, es imposible. Pero el deseo existe, es de facto, su tendencia es imparable. La imposibilidad de la utopía como la del deseo pleno no puede ser más que su motor: condición, espacio que la hace necesaria, que permite renovar las ideas que la conforman. En este sentido, la utopía tiene la estructura de la promesa, una estructura de potencia que profesa su “querer ser realizable”, pero justamente este “no ser aún” es lo que le da su carácter prometeico.
No ser y no estar es intrínseco a la utopía, su etimología la declara como el “no lugar” o “lugar que no existe”, también podemos decir el “fuera del lugar”, lo que no existe aquí en la tierra, entre nosotros pero hacia lo que tendemos, lo que ponemos fuera de nosotros para alcanzar.  Y es que la utopía pertenece a una tradición de lo “supra”, de lo que está afuera, en otro espacio pero también en otro tiempo o si queremos ser más tajantes, pertenece a lo atemporal. La utopía es, pues, un síntoma del idealismo.
Síntoma que no se opone a ningún realismo, sino que se gesta en él, necesitándolo para realizarse. La utopía tan fuera de lugar, sin lugar, necesita por el contrario de un sitio donde ser gestada, de una posición histórica, deseos colectivos aunque marcados por clases, razas, posiciones.
Todo interrogante por el futuro supone la utopía, la idealización y a su vez, el carácter apocalíptico de lo que viene, todo porvenir se presenta bajo la forma de la monstruosidad. Pensar sobre el futuro, sobre lo que viene, nos coloca en relación con lo “absolutamente otro”, con lo imprevisible, donde no cabe anticipación. Con ello, parece que tenemos sólo dos opciones, metidas bajo el mismo síntoma ideal, en la misma lógica: la apuesta por una idea posible de realización o resignación a un declive inevitable. Utopía ó Distopía. Caras de una misma moneda, síntomas de una misma tradición.
Pensemos en el síntoma. Utopía como lo que acontece a la par que el idealismo, fenómeno que lo acompaña como puesta en juego de una resistencia. Si hablamos de la utopía como síntoma habría que pensar en ella como un mecanismo, sin esencia pero existiendo como relación. El idealismo es una utopía que ha intentado por todos los medios ser realizable, instrucción de Occidente que se ha visto a sí mismo como una idea que tiene que cumplir: cristianismo, nacionalismo y capitalismo.
Nada ha surgido de la nada y las utopías contemporáneas no son sino el resultado de una resistencia a la Gran Utopía de Occidente y sus consecuencias.
Resistir. Sí, pero ¿cómo? ¿Postulando nuevos –ismos? ¿Siguiendo la utopía como un síntoma del idealismo? ¿Creando nuevas tiranías doctrinarias? Ya nos advertía Jung que la resistencia como utopía, en ocasiones, cede el paso “con facilidad” al slogan y al anhelo quimérico, a los prejuicios y anhelos afectivos, podemos decir a una suerte de estado colectivo que se cierra sobre sí mismo, que se ciega sobre sí mismo.
Es precisamente aquí donde creo que los movimientos de “resistencia” actuales se equivocan, se ciegan y se olvidan de la historia, de “su” historia. Parece que una ceguera los ha afectado, y con ello ha paralizado todo lo que tiene de propio la utopía fuera de su sintomaticidad ideal. Se apropian del slogan, siguen una idea, confrontan al sistema como idea con otras que proponen “soluciones” que antes se han gestado. Simulacro de resistencia, niños asustados porque perdieron al padre dándose cuenta que la democracia no existe pero exigiéndola a gritos “Democracia Real, Ya”. No resisten desde la crítica sino desde la desolación afectiva de que su Padre no cumplió la promesa, ahora están en crisis y entonces se dan cuenta que algo debe cambiar. España (15-M) y Estados Unidos (#ocuppywallstreet) se visten de utopía y dicen que piden lo imposible; se equivocan, no piden lo imposible piden la promesa incumplida del bienestar económico, de que el progreso nos llevaría a un lugar mejor, lloran no la caída del sistema sino su desbordamiento que ahora los excede, como en otros lugares (países) que su mirada no alcanzaba a ver y que hace mucho fueron sometidos a una lógica de lo precario. Piden, pero quizá no hacen lo imposible.
Habría que pensar la crisis no como algo a superar sino como algo que siempre estará ahí, atenuada o apareciendo como un estallido. Ya lo dijimos, todo pensamiento sobre el futuro se presenta como monstruoso, nos pone en situación de crisis, nos desconcierta, nos coloca fuera del lugar. Sin posición, sin lugar, pensar la utopía no como una idea a alcanzar, como un lugar fuera de este mundo sino como el mecanismo más mundano que se juega en cada decisión de futuro.

viernes, 28 de octubre de 2011

Caracol

Poéticamente habita el hombre en la tierra
Hölderlin

No tengo ciudad. La mía es una ciudad invivible, imposible. No se puede vivir en ella porque carece de existencia, no se localiza en ningún espacio delimitado y tampoco pertenece a un tiempo. La ciudad en la que puedo pensar, la que suele habitarme, no se configura en un espacio único sino que se teje como un juego efímero de encuentros y desencuentros. La ciudad es desorbitante, nunca cierra espacios, los abre. ¿Podría acaso, entonces, una ciudad como esta convertirse en mi ciudad? Comúnmente se piensa la ciudad como una casa, lugar de residencia e incidencias, de permanencias y donde se echan raíces. Pero tanto la casa como la ciudad se conforman verbalmente no estáticamente, ambas se erigen habitándolas. Habitar es construir aunque también es una forma de migración, de pasar por la tierra. Las ciudades, la ciudad no es un lugar donde se vive o a donde se puede llegar sino los lugares que se llevan como crónicas de viajes. Ciudades invisibles como las de Calvino, algunas que exigen habitar los deseos y contentarnos con ello, otras especulares donde se reflejan nuestros deseos de una urbe ideal.
Un migrante, sin ciudad fija desde que recuerdo. Las coordenadas geográficas me sitúan en una tierra que no es mía, tan lejana del lugar del nacimiento, ajena. ¿De qué hablar entonces? Llevo la ciudad en mí, aunque esta no exista más que como mi habitación, no es una entidad cerrada sino la posibilidad misma de habitar, de hacer casa en cualquier lugar donde voy. Con la fragilidad de nunca saber cuál es el siguiente paraje, llevo mi ciudad como el caracol lleva su casa a cuestas.

sábado, 22 de octubre de 2011

La declaración


-¿Ha hecho ya la declaración?
-No señorita, ya le dije que no tengo nada que declarar
-¿Cómo no va tener nada que declarar? Eso es imposible. A ver, ¿la de hacienda ya la tiene hecha?
-No, mire… ¿Mariana?, ese es su nombre ¿no?- decía el hombre mientras leía el gafete de la chica que lo atendía- Yo he venido porque un señor tocó mi puerta ayer y me dijo que tenía que presentarme en esta oficina con el carácter de “deudor sospechoso”. Supuse que esto pasaría algún día pero no pensé que sería tan pronto.
-Señor, no le entiendo y la cola es inmensa, así que vámonos aclarando. Dígame por favor su número de identidad.
-No lo sé.
-¿Cómo no lo va a saber? Pufff, bueno ¿Cuál es su nombre? para que lo busque en el sistema.
-¿Mi nombre?
-Sí, su nombre. Señor, por favor, no podemos estar aquí toda la mañana.
-Perdone señorita es que yo estoy tan confundido como usted. Quiere que le diga ¿cómo me llamaba mi madre? O ¿la forma en la que me nombraban en la universidad? O ¿quizá la firma con la que escribo?
-Mire, lo que me interesa es el nombre con el que se identifica ante la Ley.
-Es que no sé cómo me identifico ante la Ley porque hasta ahora no me habían mandado a llamar. No sé quién soy para ella ni mucho menos si me nombra. Yo creo que me ha llamado para rendir cuentas, seré sólo el individuo 1347965, no considero necesario que subestime su sabiduría creyendo que no sabe quién soy. La ley siempre nos mantiene en su regazo.
-Muy bien, individuo no sé qué número me ha dicho, no tengo tiempo para sus alucinaciones así que le pido que se retire de la fila. En todo caso, aquí le entrego una hoja de declaración. Como debería saber en la parte superior tiene que rellenar la hoja con sus datos y en el espacio en blanco lo que tenga que declarar: salario, posesiones, cotización de la jubilación, seguro social, etc… Que tenga buena tarde, ahora le pido me permita atender a la siguiente persona.
Con su gabardina marrón agujereada de tanto humo, el hombre se retiró de la fila, cabizbajo, sujetando la hoja con el puño cerrado. Salió de la oficina y caminó con paso
cansado hacía un parque  que se encontraba cerca. De pronto el miedo interrumpió su camino como un encuentro fortuito que lo hizo buscar una banca donde sentarse. En el espacio en blanco empezó a escribir sin pausas, sin puntos, sin ley:
“he detenido el paso porque me he asustado con la sombra de otro individuo no soy más que un pobre miedoso que se asusta de las sombras de otros como de la mía propia seguramente me asusta la idea de mi carencia y el pensamiento de que un día vendrán a cobrarme lo que he tomado prestado sin saberlo porque uno vive siempre en un no-saber no tengo nada que declarar porque en general no hay algo que tenga si es que la posesión significa algo permanente qué identidad por declarar si la única evidencia segura de mi existencia ha sido ser sin más existir simplemente y el nombre nunca llegaba a ser suficiente para denotar cualquier identidad nada permanece y ha llegado el día donde puedo tocar con la punta del dedo índice el límite de la ley el día de la única declaración posible día del juicio final en donde uno declara que ha tomado prestada una vida que nunca ha sido suya deudor de un tiempo que no estará en ninguna parte en ninguna memoria la única declaración posible para los cuerpos nuestra propia muerte esto es lo único que puedo declarar voy a morir y vivo la muerte cada día cuando sobreviene la noche atardecer que esconde la oscuridad como el ocaso de la vida guarda la muerte”
El otoño ha entrado hoy y el último rayo de sol iluminó en una banca la única declaración posible.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ochentas

Llegué tarde a la llamada de los ochentas. También a mi propio nacimiento como el ahora que llega tarde a la cita del después. No fui ni blanca ni morena era morada, sí, morada, aunque les cueste trabajo creerlo y traje bajo el brazo de mi madre un terremoto tres meses y seis días después. “Se cayeron los aguacates del arbolote” contaba mi abuela recordando ese día mientras mi madre se agregaba  al relato expresando el “miedo abismal” de que mi incubadora se sacudiese y no prestase el servicio que mis pulmones no hacían. Aparecí a la mitad de los ochentas y los habité mucho más de lo que advertí: una época sobrepasa los años que le tiene asignado el tiempo y no hay memoria colectiva de ella, sólo huellas que conforman nuestra vida personal. Me apellido igual que mi madre y con ello, igual que los hermanos y hermanas de ella. Sin esos hermanos postizos que mi madre me dio a través de la carencia del padre, los ochentas no hubieran llegado a mí. Con su parecido a Olga Breeskin y Gina Montes, mi madre nos soportaba y criaba a todos aparentando en esa belleza de vedette el cansancio por sacar adelante a una familia que no parió. Sólo con el tiempo entendí que no merecía mis reclamos por los vestidos apastelados ni por las hombreras con las que me vestía. Mi casa fue un popurrí de los ochentas. Adi estaba enamorada de Emmanuel e intentaba imitar con maestría, cuando me peinaba, el fleco que se hacían las Flans; le gustaban los chocoroles fríos y mecerse en la hamaca del patio de atrás mientras cantaba Corre, corre por el boulevard… Con la “Güera” mi relación fue estrecha, compartimos sudores todos los domingos por la mañana cuando veíamos las luchas en la sala, intentábamos imitar la quebradora y al final alguien salía lastimada, yo era una enana y su fuerza bruta por su pasión a Máscara Sagrada y al Perro Aguayo le hacía olvidar que era solo una niña. Rafa y Fer eran los dos hombres de la casa, melómanos, sobretodo Rafa que coleccionaba acetatos y grababa en la videocasetera BETA, después en la VHS, los videos de la MTV. Cuando les tocaba la limpieza de la casa se iban a la tiendita de la esquina por gansitos, duvalines y churrumaís, ponían música a todo volumen y aprovechábamos para bailar e imitar algunos de nuestros videos favoritos: Domino Dancing, un poquito de Faith y para terminar mi actuación estelar, la Isla Bonita. Me decían “la cache” y les gustaba cargarme, darme vueltas, alucinaban con que me gustase su música, con mis disfraces. Ellos ya no se acordaran de aquellos días. Fernando era capaz de meterse un gansito entero a la boca, yo siempre reía cuando lo veía, mientras mi madre le decía “tú no comes, tragas”. Rafa aún no sabe que gracias a él me convertí en fan de todo el imaginario musical ochentero, su música fue mi música de la adolescencia, la de mi despertar a la calentura, la que me alejó de todos porque nadie conocía a los grupos que me gustaban. Recuerdo en la secundaria mi pasión por Duran Duran y la desilusión porque que ya no vivías en la casa, no había quién me prestase los discos, mucho menos amigos con quiénes compartir la afición. No quiero decir que él fue mi amigo, seguramente fue más mi hermano pero también un amor platónico de los ochentas con sus pantalones agujerados a lo George Michael. Todos fuimos partiendo, menos mi madre que también me enseño sus propios ochentas cuando los fines de semana cocinaba papas fritas con pescado y me hacía cantarle los éxitos de María Conchita Alonso. Cómo le agradezco sus amaneceres a las 7 de la mañana del domingo para acompañarme a ver Chabelo, ella dormía con su cabeza en mis piernas mientras yo cantaba el Garabato Colorado. Yo también le acompañaba todas las noches, cuando terminaba sus labores, a ver su novela de las 9, La casa al final de la calle, recuerdo que intentaba taparme los ojos en las escenas más feas, como decía, pero al final terminé gestando un miedo a las muñecas clásicas que me acompañó casi durante toda mi vida.
 Son los ochentas y tengo nostalgia de una familia que sólo existió en mi memoria.

viernes, 7 de octubre de 2011

Ravel


Frase repetida una y otra vez,
cosa sin esperanza y de la que nada cabe esperar.
Jean Echenoz

Habría que pensar en Hunting Bears como un pieza sin principio ni final, como un trozo de música que siempre ha estado ahí, como un sonido que viene de otro lado, un fragmento de algo más grande que se encuentra en otra parte y que de pronto aparece. Cuando se escucha, la sensación no es de un descubrimiento sino que se asemeja a la formalización de sonidos, como si de pronto tomase forma aquel hilo musical que pasa por nuestras cabezas en los días rutinarios y grises donde la vida se hace patente en su carencia de sentido. Intenten escucharla de camino a casa, con el cansancio del trabajo, en el metro mientras alguien te clava el codo en las costillas, con todos aquellos olores de sudor del día a día. Hay algo de cinematográfico en Hunting Bears presenta un campo completo de tiempo, su repetición permite la interiorización y su estructura genera una constancia que nos conecta con el pasado, cercano o lejano, incluso el que se proyecta en el “hubiera”.
Imaginen todas las escenas posibles, todos los personajes que pueden crearse con este fondo musical. Pero ¿Y la música? ¿La pieza en sí misma? ¿Cuál es el propósito de una pieza de este tipo? La música, como decía Cage, no se ocupa de propósitos sino de sonidos y se encuentra expresada en una paradoja: una falta de propósito intencionada o un juego sin propósito. 
La repetición, los silencios como pausas, alientos, carencia de sentido y juego infinito. Aparición no brusca, sin golpe, desvanecimiento apenas perceptible. Su existencia en otra parte pero siempre presente como formando parte de otros tantos ruidos con diversas formas me hizo recordar a Ravel. Y es que el Bolero también nos llega de otro lugar, viene desde la oscuridad, como un susurro que de pronto cobra existencia. No hay similitud en lo que respecta a los estilos musicales, lo sé, pero en la forma, en su esencia poseen el mismo juego sin propósito: “un suicidio cuya única arma es la ampliación del sonido”.

viernes, 30 de septiembre de 2011


I’ll be your mirror

El metro estaba atestado, Réene había subido en la primera estación y por fortuna tuvo la oportunidad de sentarse hasta llegar a su destino. Venía de recoger unas fotos. Su madre solía tener grandes libros clasificatorios de fotografías, las guardaba por edades o por años de captura e incluso llego a hacer un álbum dedicado a aquellas fotos en las que usaba su vestido azul turquesa con flores rojas; su madre era una mujer que con los años no sufrió muchos cambios de figura así que se podía encontrar una foto de cuando tenía 25 y otra de 50 con esa entrañable prenda.
Réene estaba sentada en un espacio para dos personas y su acompañante desconocido no tuvo reparo en echar un vistazo a las fotos que ella observaba con fijeza y, de reojo, una miradilla inocente a su escote. Cuando se dio cuenta del mirón en turno, se quedo un rato pensando en lo que el hombre imaginaba, y no con su escote, sino lo que percibía en las fotos. Era ella de niña, sostenía un plumero, tenia gafas oscuras y señalaba hacía el fotógrafo. Pensó sin dudarlo que un hombre como aquel sentiría ternura e imaginaría todo lo que condensaba esa foto, la cantidad de recuerdos a los que aludía y sobre todo, el tiempo que velaba, una época comprendida en papel fotográfico. Pero ¿Qué era todo eso? ¿De dónde carajo salía toda esa luminosidad que reflectaba los momentos pasados? Y además ¿Dónde estaba el tiempo? Ahí no había nada, nada de nada. Pensó entonces que la gente sobrevalora, tiene en alta estima a las fotografías, o como decía Sabines, se tiene exhaltada a la luna. Porque la fotografía como la luna no son más que espejos. Decidió cambiar de foto y allí estaba ella, otra vez, sentada frente a su piano rosa en el largo comedor de la casa de los abuelos. Movió la cabeza negando algo, esa no era ella, no podía serlo, esa niñez no podía ser la suya. Y no podía serlo porque la niña parecía feliz y Rénee no recuerda haberlo sido a esa edad. Esa era otra y alguien, con la maldad de que un día se encontrasen la de la foto y ella, apretó el obturador para que una de las dos perdiese el rostro (o quizá las dos y ahora ninguna de ellas existía). Y es que la escritura y la fotografía, pensó, para la única finalidad que han sido destinadas es para perder la identidad, uno no se fotografía y no fotografía a los demás para guardar su recuerdo sino para perderlo, se intenta hacer lo imposible al fotografiar, capturar el instante, asir lo inasible y con ello aspirar a poseernos o a poseer lo fotografiado, sin más rodeos, a matarlo. 
El hombre a su lado le dio un codazo por equivocación que la sacó de aquél estado absorto en el que se encontraba. Se dio cuenta de la frivolidad de sus pensamientos, de haber perdido el paraguas con el que veía el firmamento y sin el que ahora sólo podía vislumbrar el profundo azul del cielo.
I’ll be your mirror. Reflect what you are, in case you don’t know… reproducía su ipod, mientras sus manos pasaban al ritmo de Velvet Underground las fotografías que quedaban por ver. Es como si de alguna manera le estuviesen hablando y le repitiesen con la voz de Nico que serían su espejo en el cual se reflejaría por si ella no lo sabía. Entonces detuvo la música, sus manos dejaron de cambiar las fotos y se indignó frente a su propia interpretación. No son las fotos las que serán mi espejo, se dijo a sí misma, soy yo en lo que ellas se reflejan. Ellas no son nada sin mí, la única propiedad que poseen es tanatológica. No hay ni mi pasado ni presente y mucho menos ningún futuro, ninguna proyección en ellas, sólo hay la ausencia radical de tiempo, mi mortalidad foto-grafiada. La inscripción, el grafo, el trazo, la evidencia de que no soy nada. “Toda fotografía es esta catástrofe”.
Hemos llegado, dijo, guardo sus fotos y salió del metro. 

lunes, 25 de abril de 2011


Un día perfecto para el pez plátano

      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
       A través del auricular llegó una voz de mujer:
       —¿Muriel? ¿Eres tú?
       La chica alejó un poco el auricular del oído.
       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       —¿Estás bien, Muriel?
       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
       —¿Cuándo llegasteis?
       —No sé... el miércoles, de madrugada.
       —¿Quién condujo?
       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
    hecho arreglar el coche?
       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
       —Muy bien—dijo la chica.
       —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
       —No. Ahora tiene uno nuevo
       —¿Cuál?
       —Mamá... ¿qué importancia tiene?
       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
       —Lo tienes tú.
       —¿Estás segura?—dijo la chica.
       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
       —¡Pero está en alemán!
       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
       —Muriel, mira, escúchame.
       —Te estoy escuchando.
       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
       —¿Sí?—dijo la chica.
       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
       —¿Y...?—dijo la chica.
       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
       —¿Quién? ¿Cómo se llama?
       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
       —Nunca lo he oído nombrar.
       —De todos modos, dicen que es muy bueno.
       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
       —Me he quemado toda, mamá, toda.
       —¡Qué horror!
       —No me voy a morir.
       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
       —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
       —Bueno, ¿qué dijo?
       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
       —¿Por que te hizo esa pregunta?
       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
       —¿El verde?
       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
       —Pero ¿qué dijo él? El médico.
       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
       —Bien. Le subí un poco las hombreras.
       —¿Cómo es la ropa este año?
       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
      —¿Y tu habitación?
       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.
       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
       —¿Y no quieres volver a casa?
       —No, mamá.
       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
       —Mamá, esta llamada va a costar una for...
       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       —¿Dónde está?
       —En la playa.
       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
       —No he dicho nada de eso, Muriel.
       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
       —Muriel, hazme caso.
       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
       —Muriel, quiero que me lo prometas.
       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
   
       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
       —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
       —Estáte quieta, Sybil, cariño...
       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
       La señora Carpenter suspiró.
       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
       —¡Ah!, hola, Sybil.
       —¿Vas a ir al agua?
       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
       —¿Qué?—dijo Sybil.
       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
       —¿En serio? Acércate un poco más.
       Sybil dio un paso adelante.
       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
       —Necesita aire—dijo.
       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
       —Sí que podías.
       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
       —¿Qué?
       —Me imaginé que eras tú.
       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
       —Vayamos al agua—dijo.
       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
       —¿Que eche a quién?
       —A Sharon Lipschutz.
       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
       —¿Un qué?
       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
       Los dos echaron a andar hacia el mar.
       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.
       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
       —No sé—dijo Sybil.
       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
       Sybil lo miró:
       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
       Sybil soltó el pie:
       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
       —No eran más que seis—dijo Sybil.
       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
       —¿Si me gusta qué?
       —La cera.
       —Mucho. ¿A ti no?
       Sybil asintió con la cabeza:
       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
       —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
       Sybil no dijo nada.
       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
       —No veo ninguno—dijo Sybil.
       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
       Ella negó con la cabeza.
       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
       —¿Qué pasa con quiénes?
       —Con los peces plátano.
       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
       —Sí—dijo Sybil.
       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
       —¿Por qué?—preguntó Sybil.
       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
       —Acabo de ver uno.
       —¿Un qué, amor mío?
       —Un pez plátano.
       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
       —Sí—dijo Sybil—. Seis.
       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
       —¡No!
       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.
       —Dije que veo que me está mirando los pies.
       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

 
J.D. Salinger

lunes, 28 de marzo de 2011

La investigación por venir. Roland Barthes sobre el trabajo de investigación.

"El trabajo (de investigación) debe estar inserto en el deseo. Si esta inserción no se cumple, el trabajo es moroso, funcional, alienado, movido tan sólo por la pura necesidad de aprobar un examen, de obtener un diploma, de asegurarse una promoción en la carrera. Para que el deseo se insinúe en mi trabajo, ese trabajo me lo tiene que exigir, no una colectividad que piensa asegurarse de mi labor (de mi esfuerzo) y contabilizar la rentabilidad de las prestaciones que me consiente, sino una asamblea viviente de lectores en la que se deja oír el deseo del Otro (y no el control de la Ley). Ahora bien, en nuestra sociedad, en nuestras instituciones, lo que se le exige al estudiante, al joven investigador, al trabajador intelectual, nunca es su deseo: no se le pide que escriba, se le pide que hable (a lo largo de innumerables exposiciones) o que “rinda cuentas” (en vistas a unos controles regulares). En este caso hemos querido que el trabajo de investigación sea desde sus comienzos el objeto de una fuerte exigencia, formulada al margen de la institución y que no puede ser otra cosa que la exigencia de escritura. Por supuesto, lo que aparece en este número [el especial de la Revista con la publicación de los trabajos] no es más que un pequeño fragmento de utopía, pues mucho nos tememos que la sociedad no esté dispuesta a conceder amplia, institucionalmente, al estudiante, y en especial al estudiante “de letras”, semejante felicidad: que se tenga necesidad de él; no de su competencia o su función futuras, sino de su pasión presente."
Barthes, R. (1987) 104.  El susurro del lenguaje. Paídos. 

miércoles, 2 de marzo de 2011





He ido a un lugar al que no tenía que ir,  recordé que tienes nombre y que tú boca es como un hielo que adormece mi lengua.
Tiene tiempo que no te apareces en sueños, ni  te subes al carrusel de mi cabeza, puede ser que aquél grito que no oíste te tragara de pronto hasta el fondo de la tierra.
Toda desaparición es aparente, el instante nunca se cumple y es la repetición su condición.
Por eso te transmutas en otros ojos, negros como el abismo, donde ya no se ve nada, quedando sólo la espeses del aire.
Ese hálito que sostiene las vidas sin esperanzas, solitarias y cansadas del trote interminable...
Un espejo empañado me recuerda que aún estás en mi garganta.