martes, 1 de mayo de 2012

Luz


Ha amanecido, me giro en la cama y él está ahí como todos los días. Bostezo y me acerco a darle un beso, le acaricio el cabello y entonces me doy cuenta que no es el de siempre. Hoy su nariz no tiene la misma forma, subo la mirada y observo cómo sus cejas han dejado de ser arqueadas, ahora parecen dibujadas por una persona sin pulso, todas quebradas, asimétricas, borrosas. Lo destapo suavemente y veo que su cuerpo es tranparente. Se despierta y me dice “egun on” (“buenos días” en un idioma que no he aprendido pero que de alguna manera es mío), me mira a los ojos y no son más de color miel, semejan un negro profundo, tan abismal que me asusto, el cuerpo se me levanta de la cama, queriendo huir de ahí, las mejillas se humedecen y le digo “Siento que no te conozco”.
Entro al baño, un enorme espejo espera mi reflejo, entonces, veo con la boca que no puedo verme, escucho desde adentro una mirada desesperada que necesita reconocerse. Entonces llega de golpe una sensación, un recuerdo que estremece mi cuerpo; el hombre desconocido de la habitación, aquél con quién se supone he pasado muchas horas, se dirige a mí y dice:

“Anoche te has comido los ojos, los has tragado en un arranque de luz, de tanto verlo todo, tanta conciencia, has querido conocer lo imposible hasta el punto en que has consumido cualquier posibilidad desconocida, la sorpresa de que advenga algún acontecimiento impredecible o inconcebible. Entonces no has podido más, estabas agotada, devastada, gritabas en silencio mientras apretabas con desesperación las orbitas oculares, necesitabas parar de ver, detenerte, pero la luz venía de adentro, decías, musitabas que no podías más, te quemaba, entonces te clavaste las uñas y los arrancaste sin piedad. No pude hacer nada, cuando quise acercarme a ti, te los comiste sin ningún remordimiento o asco. Dejaste de pelear y entonces te dormiste”

El silencio gano su lugar, estaba de pie, apenas pudiendo vislumbrar algo, me di cuenta que su nariz no era diferente sino que mi vista no era la misma, hay una ceguera en mí y entonces nada es claro, todo parecen exposiciones, habría que crear el sentido de lo que veo, nada está ya hecho, nada tiene nombre, sólo hay zonas, contornos, ninguna cosa es conocida desde la luz, necesita la oscuridad para poder dar forma. Intento llorar pero aún estoy seca, quemada, consumida, tus manos se posan sobre mis cuencos vacios, estamos cerca, siento como respiras, reconozco un olor pero no quiero quedármelo y entonces necesito tocarte, dibujo con los dedos ese cuerpo invisible: habría que dejar de conocerte para amarte.

Payasa



Son las 13:30, hace frío y la gente hace las últimas compras para la comida del día. Algunas señoras arrastran el carrito de las compras del mercado mientras otras llevan la pesada carga de las bolsas, porque el salario no les da para comprarse ese dichoso vehículo que les ayudaría con su lumbago. El paseo delicias está lleno como de costumbre, circulan gente de barrio, automóviles, pordioseros y teporochos, este es un lugar poco presuntuoso, tranquilo, donde los inmigrantes encuentran oportunidades y la gente mayor puede estar cerca del centro de Madrid sin tener que pagar mucho.
Los supermercados suelen ser económicos, todos confluyen ahí. Hoy, a las 13:30 la gente llena las cajas de Lidl, necesitan llevar los ingredientes faltantes, así sucede todos los días. A la puerta del supermecado, está el hombre negro de siempre, murmurando cuando alguien pasa, pidiendo una plegaria o una moneda para un bocata. Las señoras se encuentran con la vecina, saludan al de la marisquería, se atoran con la estrecha puerta que lleva a la consumición de lo que el doctor les ha dicho que puede ser riesgoso por su edad, entre las cortezas de cerdo, las patatas, las galletas y el pan, las señoras disfrutan de sus dos placeres: la comida y el chisme con la vecina. Pero no todas las mujeres que van al super son iguales, ahí está ella, entró sola, con tres bolsas guardadas en el abrigo al que le faltan dos botones, lleva el cabello teñido, puede intuirse en las raíces blancas que se muestran tímidas en su cabeza, está detrás de la estantería de galletas y comida chatarra, en ese pasillo que los encargados de los supermercados  han inventado para la gente que no puede darse grandes lujos, una hilera en medio de dos estantes donde colocan productos inútiles a precios risibles, un kit de masajes, un portarrollos de cocina, zapatillas de trekking cuyos posibles compradores son señores de barrio, jubilados que apenas y dan un paseo por el Retiro. Pero para ella, como para mucha más gente esos placeres inútiles la hacen sonreír, pronto serán Carnavales y también San Valentín, así que el Lidl ha traído de oferta disfraces, chocolates, pantuflas y un reloj de cocina con radio incluida. Desde lejos se la ve feliz, su mundo se resume a ese espacio, de pronto, la vemos sonreír, ha visto algo que la ha hecho feliz, está sola, tan sola que su cuerpo lo grita por todas partes. Sonríe, y si nos posicionamos en la sección de los productos enlatados podemos verla como ha cogido un objeto en sus manos, lo acaricia, se ríe más, le habla, se emociona, es una señora menuda y sus huesos suenan cuando los espasmos de la risa la invaden. Decide no dudarlo, aunque haya pasado ya media hora. Son las 14:00, pero a ella nadie la espera en casa, vive de una pensión y el paquete de arroz junto con el kilo de champiñones no son más que para ella, así que no tiene por qué darse prisa. Pero por fin lo hace, coge la peluca roja que admiraba con tanta alegría en sus manos, la lleva con lo demás de la compra, hace la fila de la caja, coloca sus productos en la cinta y saca con sus manos artríticas ese típico monedero chiquito que suelen usar las señoras. El importe son 3.60, entre monedas de 10 y 5 céntimos entrega su riqueza que se verá recompensada, saca una de las bolsas del abrigo y guarda el arroz y los champiñones. Coge la peluca roja con las manos y la coloca en su cabeza, camina con una sonrisa en la cara, mientras por detrás otras señoras le gritan “vieja payasa”. Sale del supermercado y el negro de la entrada le dice “guapa”, ella asiente con la cabeza y le da 5 céntimos, toca su pelo postizo, camina con un frio que llega a los tres grados, y piensa en su pasado que murió, en aquél día cuando su madre que ya no existe, la disfrazó de payasita por carnavales, con su peluca roja y su overol amarillo. Recuerda, con lágrimas en los ojos, sola, la mano de su madre mientras ella saltaba vestida de payasa por el Paseo Delicias.

Tres de Zombies





El doctor no podía entrar en razón, al menos eso creía su paciente:
- Estoy muerta, le decía, de verdad que lo estoy.
- Esto será el limbo, ya huelo feo ¿no lo nota?, le preguntaba.
Se la llevaron a rastras, mientras ella veía como su piel quedaba despedazada por el camino.



Ayer le presentaron a Mademoiselle  X, ella no está loca ni muerta simplemente está negada a vivir como todos los demás, con la muerte como horizonte y con Dios como regente. Tiene sólo huesos y piel, vacía de una a otra costilla pero con la superioridad de estar atravesada por la nada, sin falso humanismo, sin doble moral, ella es el vacío absoluto: la muerta viviente. El doctor no sabe qué hacer con ella, cada vez que la ve, le duele la cabeza, le recuerda lo poco que vale la vida y lo tanto que elevamos las banalidades que nos enseña la religión y la política, verla y escucharla es como inyectarse nihilismo en vena.



-¡Sácame el corazón! ¿No lo entiendes? Ya no sirve, ya no duele. Méteme un cuchillo hasta el fondo. Si quieres también el estomago, ¿Cuándo vas a mandarme a que me hagan la autopsia? No tengas miedo, ¡apúrate! que no ves como los gusanos me comen.
Su madre lo besó en la frente, le dio un sedante, cuando dejó por fin dejó de gritar, llegó la hora de cortarle la yugular.