viernes, 25 de noviembre de 2011

Leonor


"El cáncer es como el rostro masticado, 
ganchudo y estragado del intruso. Extraño
a mí mismo, y yo mismo que me enajeno. 
¿Cómo decirlo?"


Esa mañana Leonor se levantó sintiendo el cuerpo mutilado. Sin poder abrir los ojos intentó tocarse las extremidades, la panza, el pubis, los senos y simplemente no logró sentirse. Sus ojos se encontraban clausurados, cual parpados pesados que se caen como mecanismo de defensa frente a lo que no se quiere ver. Pero, Leonor no tenía el cuerpo mutilado y tampoco estaba en carencia de algo. Quizá lo que le faltaba no era su cuerpo, sino que le sobraba la posibilidad de perderlo  y tan sólo ese riesgo lo anulaba, aniquilándolo con antelación. Era su primer despertar con el intruso, su primer amanecer asumiendo que su cuerpo alojaba, hospedaba un cáncer.
Todo pasó con prisa, golpe seco que desploma. Un día se dio cuenta que había algo raro en su cuerpo, en su entrepierna apareció un bulto que no tardó en exigirle atención: petición a gritos de un cuerpo que se vuelve intruso. Era inútil obviar la protuberancia que se hallaba en su cuerpo, empezó a crecer en desmesura de tal manera que cualquier pretexto quedaba obsoleto para explicar su visita, ni acumulación de grasa ni hinchazón de un tendón, eso era una invasión imprevista, que escapaba al control de Leonor, a su valentía por resistir las enfermedades.
Dijeron que había que quitarlo, lo habló en su casa, preparó a su gente y todos quisieron pensar que no sería nada, ningún cáncer, ninguna invasión, sólo un susto para advertir que no somos perennes y que, de vez en cuando, pasan cosas que nos obligan a ser conscientes de nuestra mortalidad. Hubo una suspensión en el tiempo, un espacio en donde no paso nada. Momento de la extracción que auguraba una promesa sin cumplir, promesa de la salud que no llegó; noticia de que estaba ahí, alojado y dispuesto a invadir todo lo que ella era. Pero ella misma era el intruso, su propio cuerpo se volvía contra sí misma, la producción excesiva de su cuerpo, desbordamiento de células convertidas en entidades malignas. Su hipertiroidismo tuvo que ser una advertencia, pero la obvió como una gripa o una irritación de estomago, desde siempre había estado sobreproduciendo y entonces el cáncer de linfoma le hizo entender que había traicionado a su cuerpo, se había traicionado ella como cuerpo y ahora se volvía contra sí.
Había que interrumpir la metástasis, tenía que romperse ella misma para vencer al intruso, tuvo que debilitarse y actuar contra su propio cuerpo para salvarlo, arriesgarse a la posibilidad de perderlo, a que sus células resistiesen al ataque, riesgo que asumió a cambio de la oportunidad de un futuro.
Sus venas siempre fueron tramposas, nunca se dejaron ver con facilidad, sus brazos se cansaron de tanta intromisión. Ella toda era una intrusión, intervención técnica que podía salvarla, en cada inyección pensó en todo el miedo que solemos tener a lo externo cuando quizá ese fármaco la salvase de ella misma, de lo propio de ella que ahora era un intruso que la condicionaba a una vida, a quizá meses o años de debilidad y transformación.
Había que ser otra para sanarse, lo asumió con valentía, hizo propios los cambios que le acaecieron, no se resistió a nada sino que busco la manera de conocer a su intruso, de reconocerse y aceptarse como esa otra que empezaba hacer. Se comprometió frente al espejo como una mujer sin cejas, sin pestañas, ayudó a su cuerpo a despojarse de sí y un día antes de continuar viendo como perdía sus hilos negros en la almohada, rapó su cabeza sin pena, gesto de una mujer que sabe enfrentar la vida. Fue largo el camino, tan largo que nada, ninguna línea escrita puede hacerle justicia.
“Se sale desorientado de la aventura” y Leonor se perdió cada día en el hospital, se olvido de sí cada tarde después de la quimioterapia, rendida a su cuerpo cansado, atravesado sin césar. Se preguntaba, cuando recobraba la lucidez, si alguien sería capaz de entender su sentir, su experiencia de vivirse fraccionada, anulada, sin saber quién era, sin poder ni siquiera sostenerse en su cuerpo, se preguntó si su hija, que se encontraba lejos de ella, sería capaz de entender el dolor, si su voz por el teléfono le lograba comunicar ese algo que no se puede decir con palabras; cuántas veces se reconfortó imaginando el abrazo  de su niña como aquello que unía sus partes fraccionadas, como el abrigo necesario del que carecía.
Aún sin reconocerse, aunque tuviese miedo de sí misma, incluso sintiendo el abandono de sus defensas, de su inmunidad, estaba convencida de hacer una alianza con su cuerpo. Nunca se quejó y en silencio, soltó todos aquellos intrusos que le obligaron a ser su propio intruso, dejó que su propio extranjero, ese ajeno que le venía de adentro, operará en su cuerpo e hizo lo incansable por apaciguarlo, por hacerle entender que aún no era el momento.
Hoy por la mañana, Leonor se ha levantado de la cama con el cuerpo completo, da las gracias y se mira al espejo pensando en ese cabello que hoy crece rizado cuando antes era lacio.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Fuera de Lugar

La utopía se vuelve contra sí misma; la plenitud del deseo, su saturación, es imposible. Pero el deseo existe, es de facto, su tendencia es imparable. La imposibilidad de la utopía como la del deseo pleno no puede ser más que su motor: condición, espacio que la hace necesaria, que permite renovar las ideas que la conforman. En este sentido, la utopía tiene la estructura de la promesa, una estructura de potencia que profesa su “querer ser realizable”, pero justamente este “no ser aún” es lo que le da su carácter prometeico.
No ser y no estar es intrínseco a la utopía, su etimología la declara como el “no lugar” o “lugar que no existe”, también podemos decir el “fuera del lugar”, lo que no existe aquí en la tierra, entre nosotros pero hacia lo que tendemos, lo que ponemos fuera de nosotros para alcanzar.  Y es que la utopía pertenece a una tradición de lo “supra”, de lo que está afuera, en otro espacio pero también en otro tiempo o si queremos ser más tajantes, pertenece a lo atemporal. La utopía es, pues, un síntoma del idealismo.
Síntoma que no se opone a ningún realismo, sino que se gesta en él, necesitándolo para realizarse. La utopía tan fuera de lugar, sin lugar, necesita por el contrario de un sitio donde ser gestada, de una posición histórica, deseos colectivos aunque marcados por clases, razas, posiciones.
Todo interrogante por el futuro supone la utopía, la idealización y a su vez, el carácter apocalíptico de lo que viene, todo porvenir se presenta bajo la forma de la monstruosidad. Pensar sobre el futuro, sobre lo que viene, nos coloca en relación con lo “absolutamente otro”, con lo imprevisible, donde no cabe anticipación. Con ello, parece que tenemos sólo dos opciones, metidas bajo el mismo síntoma ideal, en la misma lógica: la apuesta por una idea posible de realización o resignación a un declive inevitable. Utopía ó Distopía. Caras de una misma moneda, síntomas de una misma tradición.
Pensemos en el síntoma. Utopía como lo que acontece a la par que el idealismo, fenómeno que lo acompaña como puesta en juego de una resistencia. Si hablamos de la utopía como síntoma habría que pensar en ella como un mecanismo, sin esencia pero existiendo como relación. El idealismo es una utopía que ha intentado por todos los medios ser realizable, instrucción de Occidente que se ha visto a sí mismo como una idea que tiene que cumplir: cristianismo, nacionalismo y capitalismo.
Nada ha surgido de la nada y las utopías contemporáneas no son sino el resultado de una resistencia a la Gran Utopía de Occidente y sus consecuencias.
Resistir. Sí, pero ¿cómo? ¿Postulando nuevos –ismos? ¿Siguiendo la utopía como un síntoma del idealismo? ¿Creando nuevas tiranías doctrinarias? Ya nos advertía Jung que la resistencia como utopía, en ocasiones, cede el paso “con facilidad” al slogan y al anhelo quimérico, a los prejuicios y anhelos afectivos, podemos decir a una suerte de estado colectivo que se cierra sobre sí mismo, que se ciega sobre sí mismo.
Es precisamente aquí donde creo que los movimientos de “resistencia” actuales se equivocan, se ciegan y se olvidan de la historia, de “su” historia. Parece que una ceguera los ha afectado, y con ello ha paralizado todo lo que tiene de propio la utopía fuera de su sintomaticidad ideal. Se apropian del slogan, siguen una idea, confrontan al sistema como idea con otras que proponen “soluciones” que antes se han gestado. Simulacro de resistencia, niños asustados porque perdieron al padre dándose cuenta que la democracia no existe pero exigiéndola a gritos “Democracia Real, Ya”. No resisten desde la crítica sino desde la desolación afectiva de que su Padre no cumplió la promesa, ahora están en crisis y entonces se dan cuenta que algo debe cambiar. España (15-M) y Estados Unidos (#ocuppywallstreet) se visten de utopía y dicen que piden lo imposible; se equivocan, no piden lo imposible piden la promesa incumplida del bienestar económico, de que el progreso nos llevaría a un lugar mejor, lloran no la caída del sistema sino su desbordamiento que ahora los excede, como en otros lugares (países) que su mirada no alcanzaba a ver y que hace mucho fueron sometidos a una lógica de lo precario. Piden, pero quizá no hacen lo imposible.
Habría que pensar la crisis no como algo a superar sino como algo que siempre estará ahí, atenuada o apareciendo como un estallido. Ya lo dijimos, todo pensamiento sobre el futuro se presenta como monstruoso, nos pone en situación de crisis, nos desconcierta, nos coloca fuera del lugar. Sin posición, sin lugar, pensar la utopía no como una idea a alcanzar, como un lugar fuera de este mundo sino como el mecanismo más mundano que se juega en cada decisión de futuro.