Leonor
"El cáncer es como el rostro masticado,
ganchudo y estragado del intruso. Extraño
a mí mismo, y yo mismo que me enajeno.
¿Cómo decirlo?"
Esa mañana Leonor se levantó sintiendo el cuerpo mutilado. Sin poder abrir los ojos intentó tocarse las extremidades, la panza, el pubis, los senos y simplemente no logró sentirse. Sus ojos se encontraban clausurados, cual parpados pesados que se caen como mecanismo de defensa frente a lo que no se quiere ver. Pero, Leonor no tenía el cuerpo mutilado y tampoco estaba en carencia de algo. Quizá lo que le faltaba no era su cuerpo, sino que le sobraba la posibilidad de perderlo y tan sólo ese riesgo lo anulaba, aniquilándolo con antelación. Era su primer despertar con el intruso, su primer amanecer asumiendo que su cuerpo alojaba, hospedaba un cáncer.
Todo pasó con prisa, golpe seco que desploma. Un día se dio cuenta que había algo raro en su cuerpo, en su entrepierna apareció un bulto que no tardó en exigirle atención: petición a gritos de un cuerpo que se vuelve intruso. Era inútil obviar la protuberancia que se hallaba en su cuerpo, empezó a crecer en desmesura de tal manera que cualquier pretexto quedaba obsoleto para explicar su visita, ni acumulación de grasa ni hinchazón de un tendón, eso era una invasión imprevista, que escapaba al control de Leonor, a su valentía por resistir las enfermedades.
Dijeron que había que quitarlo, lo habló en su casa, preparó a su gente y todos quisieron pensar que no sería nada, ningún cáncer, ninguna invasión, sólo un susto para advertir que no somos perennes y que, de vez en cuando, pasan cosas que nos obligan a ser conscientes de nuestra mortalidad. Hubo una suspensión en el tiempo, un espacio en donde no paso nada. Momento de la extracción que auguraba una promesa sin cumplir, promesa de la salud que no llegó; noticia de que estaba ahí, alojado y dispuesto a invadir todo lo que ella era. Pero ella misma era el intruso, su propio cuerpo se volvía contra sí misma, la producción excesiva de su cuerpo, desbordamiento de células convertidas en entidades malignas. Su hipertiroidismo tuvo que ser una advertencia, pero la obvió como una gripa o una irritación de estomago, desde siempre había estado sobreproduciendo y entonces el cáncer de linfoma le hizo entender que había traicionado a su cuerpo, se había traicionado ella como cuerpo y ahora se volvía contra sí.
Había que interrumpir la metástasis, tenía que romperse ella misma para vencer al intruso, tuvo que debilitarse y actuar contra su propio cuerpo para salvarlo, arriesgarse a la posibilidad de perderlo, a que sus células resistiesen al ataque, riesgo que asumió a cambio de la oportunidad de un futuro.
Sus venas siempre fueron tramposas, nunca se dejaron ver con facilidad, sus brazos se cansaron de tanta intromisión. Ella toda era una intrusión, intervención técnica que podía salvarla, en cada inyección pensó en todo el miedo que solemos tener a lo externo cuando quizá ese fármaco la salvase de ella misma, de lo propio de ella que ahora era un intruso que la condicionaba a una vida, a quizá meses o años de debilidad y transformación.
Había que ser otra para sanarse, lo asumió con valentía, hizo propios los cambios que le acaecieron, no se resistió a nada sino que busco la manera de conocer a su intruso, de reconocerse y aceptarse como esa otra que empezaba hacer. Se comprometió frente al espejo como una mujer sin cejas, sin pestañas, ayudó a su cuerpo a despojarse de sí y un día antes de continuar viendo como perdía sus hilos negros en la almohada, rapó su cabeza sin pena, gesto de una mujer que sabe enfrentar la vida. Fue largo el camino, tan largo que nada, ninguna línea escrita puede hacerle justicia.
“Se sale desorientado de la aventura” y Leonor se perdió cada día en el hospital, se olvido de sí cada tarde después de la quimioterapia, rendida a su cuerpo cansado, atravesado sin césar. Se preguntaba, cuando recobraba la lucidez, si alguien sería capaz de entender su sentir, su experiencia de vivirse fraccionada, anulada, sin saber quién era, sin poder ni siquiera sostenerse en su cuerpo, se preguntó si su hija, que se encontraba lejos de ella, sería capaz de entender el dolor, si su voz por el teléfono le lograba comunicar ese algo que no se puede decir con palabras; cuántas veces se reconfortó imaginando el abrazo de su niña como aquello que unía sus partes fraccionadas, como el abrigo necesario del que carecía.
Aún sin reconocerse, aunque tuviese miedo de sí misma, incluso sintiendo el abandono de sus defensas, de su inmunidad, estaba convencida de hacer una alianza con su cuerpo. Nunca se quejó y en silencio, soltó todos aquellos intrusos que le obligaron a ser su propio intruso, dejó que su propio extranjero, ese ajeno que le venía de adentro, operará en su cuerpo e hizo lo incansable por apaciguarlo, por hacerle entender que aún no era el momento.
Hoy por la mañana, Leonor se ha levantado de la cama con el cuerpo completo, da las gracias y se mira al espejo pensando en ese cabello que hoy crece rizado cuando antes era lacio.
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