viernes, 9 de diciembre de 2011


Heterocrítica.

La autocrítica es un mito. Lo es en primer lugar, porque no hay  “autós” que no suponga un  “alter”, un “otro” desde el cual toda posición, toda crítica es posible. Mitología porque no hay balance objetivo, a “conciencia”, no hay “sinceridad absoluta” desde la cual evaluarnos ni posición neutral que nos permita salirnos de nosotros y mirarnos desde esa posición privilegiada de la despersonalización. La autocrítica se ha intentando presentar, desde el comunismo hasta el cristianismo e inclusive dentro de los farsantes libros de “autosuperación”, como una confesión: apertura de un “yo” callado que aún no reconoce sus errores, ni sus virtudes, espacio abierto de un autoconocimiento. Pero, en realidad, la autocrítica como una confesión de sí y para sí pertenece a una capitalización del silencio, a una economía de lo “propio” en donde se intenta hacer un balance, ya sea, de nuestras virtudes y defectos, aciertos y errores, o bien, de nuestros costes y beneficios. Es un lugar común hacer autocrítica antes de empezar una nueva etapa, para cerrar un ciclo y abrir un camino, se cree, desde la lógica del sujeto consciente, que hay que abrirnos a la critica desde uno mismo, cuando, seguramente, es un gesto diferente lo que nos abre a ella en sentido estricto. Digamos, pues, que la autocrítica se abre como mito por la utopía que esconde. No hay autocritica sin un cierto mesianismo, sin la espera de una redención o de un nuevo comienzo donde no exista un retorno de lo peor sino la esperanza de una mejoría e incluso la promesa de un “otro yo”, de un “mesías” en el cual transformarnos para salvarnos o augurarnos un futuro mejor. Es decir, la autocrítica sucede ser la farsa desde la cual intentamos economizarnos, crítica falsa porque nosotros ponemos las condiciones, al “examinarnos” en determinado momento de nuestra historia, en pro de un resultado que nos convenga para ese momento de vida, consentimos, limitamos, flagelamos, reprimimos, justificamos y ponemos una meta que dirija dicha crítica. Ninguna crítica es posible desde aquí.
Si pensamos en su etimología, crítica procede de crisis, de ruptura, separación: ahuecamiento que hace temblar nuestra tectónica. Pero no hay corte que no venga de un cierto exterior, alteridad que rompe. Sin espejo no hay crítica, sin reflejo que deforme nuestro propio “autós” no puede haber diferencia ni crisis alguna. Tampoco, sin fantasma. El otro no es siempre el “fuera de mí”, nuestra propia memoria, los recuerdos que nos conforman no son indelebles, no tienen una identidad fija, si no transfigurada, reescrita, e inclusive borrada. Es la crisis, lo crítico de una situación, lo que supone el examen, la rememoración, lo que nos empuja a la crítica; sin el encuentro con el “otro” que no soy yo, no hay crisis, ni criterio y mucho menos crítica. Habría que olvidar el “autós” de la crítica, confesión que se profesa a sí misma desde un esquema ya planeado, y entonces hablar siempre desde lo hetero, desde lo alter, heterocrítica que escucha al otro para poder decir “algo” sobre nosotros mismos.

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