martes, 1 de mayo de 2012

Payasa



Son las 13:30, hace frío y la gente hace las últimas compras para la comida del día. Algunas señoras arrastran el carrito de las compras del mercado mientras otras llevan la pesada carga de las bolsas, porque el salario no les da para comprarse ese dichoso vehículo que les ayudaría con su lumbago. El paseo delicias está lleno como de costumbre, circulan gente de barrio, automóviles, pordioseros y teporochos, este es un lugar poco presuntuoso, tranquilo, donde los inmigrantes encuentran oportunidades y la gente mayor puede estar cerca del centro de Madrid sin tener que pagar mucho.
Los supermercados suelen ser económicos, todos confluyen ahí. Hoy, a las 13:30 la gente llena las cajas de Lidl, necesitan llevar los ingredientes faltantes, así sucede todos los días. A la puerta del supermecado, está el hombre negro de siempre, murmurando cuando alguien pasa, pidiendo una plegaria o una moneda para un bocata. Las señoras se encuentran con la vecina, saludan al de la marisquería, se atoran con la estrecha puerta que lleva a la consumición de lo que el doctor les ha dicho que puede ser riesgoso por su edad, entre las cortezas de cerdo, las patatas, las galletas y el pan, las señoras disfrutan de sus dos placeres: la comida y el chisme con la vecina. Pero no todas las mujeres que van al super son iguales, ahí está ella, entró sola, con tres bolsas guardadas en el abrigo al que le faltan dos botones, lleva el cabello teñido, puede intuirse en las raíces blancas que se muestran tímidas en su cabeza, está detrás de la estantería de galletas y comida chatarra, en ese pasillo que los encargados de los supermercados  han inventado para la gente que no puede darse grandes lujos, una hilera en medio de dos estantes donde colocan productos inútiles a precios risibles, un kit de masajes, un portarrollos de cocina, zapatillas de trekking cuyos posibles compradores son señores de barrio, jubilados que apenas y dan un paseo por el Retiro. Pero para ella, como para mucha más gente esos placeres inútiles la hacen sonreír, pronto serán Carnavales y también San Valentín, así que el Lidl ha traído de oferta disfraces, chocolates, pantuflas y un reloj de cocina con radio incluida. Desde lejos se la ve feliz, su mundo se resume a ese espacio, de pronto, la vemos sonreír, ha visto algo que la ha hecho feliz, está sola, tan sola que su cuerpo lo grita por todas partes. Sonríe, y si nos posicionamos en la sección de los productos enlatados podemos verla como ha cogido un objeto en sus manos, lo acaricia, se ríe más, le habla, se emociona, es una señora menuda y sus huesos suenan cuando los espasmos de la risa la invaden. Decide no dudarlo, aunque haya pasado ya media hora. Son las 14:00, pero a ella nadie la espera en casa, vive de una pensión y el paquete de arroz junto con el kilo de champiñones no son más que para ella, así que no tiene por qué darse prisa. Pero por fin lo hace, coge la peluca roja que admiraba con tanta alegría en sus manos, la lleva con lo demás de la compra, hace la fila de la caja, coloca sus productos en la cinta y saca con sus manos artríticas ese típico monedero chiquito que suelen usar las señoras. El importe son 3.60, entre monedas de 10 y 5 céntimos entrega su riqueza que se verá recompensada, saca una de las bolsas del abrigo y guarda el arroz y los champiñones. Coge la peluca roja con las manos y la coloca en su cabeza, camina con una sonrisa en la cara, mientras por detrás otras señoras le gritan “vieja payasa”. Sale del supermercado y el negro de la entrada le dice “guapa”, ella asiente con la cabeza y le da 5 céntimos, toca su pelo postizo, camina con un frio que llega a los tres grados, y piensa en su pasado que murió, en aquél día cuando su madre que ya no existe, la disfrazó de payasita por carnavales, con su peluca roja y su overol amarillo. Recuerda, con lágrimas en los ojos, sola, la mano de su madre mientras ella saltaba vestida de payasa por el Paseo Delicias.

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