viernes, 28 de octubre de 2011

Caracol

Poéticamente habita el hombre en la tierra
Hölderlin

No tengo ciudad. La mía es una ciudad invivible, imposible. No se puede vivir en ella porque carece de existencia, no se localiza en ningún espacio delimitado y tampoco pertenece a un tiempo. La ciudad en la que puedo pensar, la que suele habitarme, no se configura en un espacio único sino que se teje como un juego efímero de encuentros y desencuentros. La ciudad es desorbitante, nunca cierra espacios, los abre. ¿Podría acaso, entonces, una ciudad como esta convertirse en mi ciudad? Comúnmente se piensa la ciudad como una casa, lugar de residencia e incidencias, de permanencias y donde se echan raíces. Pero tanto la casa como la ciudad se conforman verbalmente no estáticamente, ambas se erigen habitándolas. Habitar es construir aunque también es una forma de migración, de pasar por la tierra. Las ciudades, la ciudad no es un lugar donde se vive o a donde se puede llegar sino los lugares que se llevan como crónicas de viajes. Ciudades invisibles como las de Calvino, algunas que exigen habitar los deseos y contentarnos con ello, otras especulares donde se reflejan nuestros deseos de una urbe ideal.
Un migrante, sin ciudad fija desde que recuerdo. Las coordenadas geográficas me sitúan en una tierra que no es mía, tan lejana del lugar del nacimiento, ajena. ¿De qué hablar entonces? Llevo la ciudad en mí, aunque esta no exista más que como mi habitación, no es una entidad cerrada sino la posibilidad misma de habitar, de hacer casa en cualquier lugar donde voy. Con la fragilidad de nunca saber cuál es el siguiente paraje, llevo mi ciudad como el caracol lleva su casa a cuestas.

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