miércoles, 14 de octubre de 2009

Este es un cuento que escribí ya hace algunos años y que tuve la oportunidad de publicar en una revista de mi natal Oaxaca nombrada "Cantera Verde". Ojála se permitan leerlo y les dejo el link donde pueden encontrar la revista que les menciono donde escriben una serie de escritores oaxaqueños de notable talento: http://www.canteraverde.com.mx/

VÍNCULOS
Nadia Cortés

Mónica era mi única hermana, la mejor que pudo haber existido: tan especial. La acompañaba todos los días a su consulta médica, pero aquella vez no saldría del hospital hasta recuperarse completamente. Padecía de personalidad esquizofrénica paranoica; mucha gente decía que presentaba una gran agresividad, pero yo creo que era la forma en la que expresaba su cariño.
Murió hace dos días, ¿cómo?, no lo sé. Yo nada más la vi muerta.
La vida de mi hermana cambió desde que la dejamos internada en el hospital. Mónica tenía 12 años y yo acababa de cumplir 18 cuando nos enteramos de que era especial; al principio nadie lo tomó en serio pero yo lo supe desde la primera vez que tuvo aquel ataque de esquizofrenia en la sala. Era la reunión familiar de los domingos: entre copas, risas, humo de cigarrillos y pláticas de adultos, empezó a gritar estentóreamente, mostraba una mirada perniciosa, profunda; se golpeaba con las botellas de vino que estaban en la mesa; después, se tranquilizaba y musitaba frases que nadie entendía. Sin embargo su mirada se conservaba igual, dejando entrever que en cualquier momento iba a estallar otra vez. Y así fue: petulante, empezó a burlarse de mamá mientras le jalaba el cabello y trataba de arrancarle la piel con las uñas; de pronto cayó al suelo en un estado letárgico.
Sus arranques se volvieron cada vez más frecuentes; la familia pensaba que eran berrinches propios de la edad, una forma de llamar la atención, pero los convencí de que la llevaran al doctor y en pocas palabras nos confirmaron que estaba loca. A partir de ese momento la dejaron a mi cargo, no concebían el hecho de tener a una chiflada en la familia.
Pasó tres años bajo mis cuidados, tiempo en el cual la enfermedad le fue venciendo: las terapias y medicamentos no resultaron suficientes, su estado se hizo cada vez más abúlico; los delirios, alucinaciones y cuadros depresivos se volvieron casi cotidianos.
Sufrí la enfermedad junto con ella, incluso llegué a pensar que me estaba volviendo loca. Recuerdo perfectamente cuando, en sus momentos de serenidad, me hablaba de sus alucinaciones, se ponía en cuclillas mientras se mecía, miraba un punto fijo o a la nada y empezaba a hablar:
No todas son malas, cuando me exaspero es porque veo al mundo tal y como es, espantoso, hermanita, demasiado férreo, por eso pierdo la noción, si yo te contara...
Y de pronto, justo cuando me empezaba a narrar ese supuesto mundo sórdido, buscaba un subterfugio y decía otra cosa:
Por eso, cuando parece que estoy volando y fuera de mí, como alelada, es porque tengo la capacidad de encerrarme en mi mundo donde soy feliz.
A veces la envidiaba, también me hubiera encantado poder escapar, volar, estar afuera de una realidad a veces hiriente. No regresar.
Al ver que no mejoraba, mis padres decidieron llevarla a hospitalizar en el psiquiátrico. Recuerdo claramente ese instante, Mónica iba tan feliz, tranquila, tomada de mi mano. Yo caminaba seria, abatida, sabía perfectamente que ese maldito día me iban a quitar lo que más quería en el mundo. Tenía mucho miedo de que nunca me la entregaran, o que regresara sana. Yo la quería loquita, así, tal y como era.
Los siguientes primeros meses caí en un estado de depresión abismal. No entendía nada. En ocasiones odiaba tanto a Mónica que la quería lejos de mí; otras, sólo pensaba en ella. Por más que traté de indagar resultó inescrutable mi intento por saber el por qué de mi estado.
Transcurrió un año donde pasé del hundimiento a la felicidad. Las terapias organizadas por los psicólogos del psiquiátrico me permitían ver a Mónica: era mi momento anhelado de toda la semana.
Todo ese tiempo cada día detestaba más a mis padres por haberme quitado a mi hermanita.
Al año cinco meses de internada Mónica salió del encierro y regresó a la casa. No nos podrían nuevamente separar, pensé, pero me llevé una gran sorpresa: Mónica estaba en un ochenta por ciento recuperada; claro, gracias a los antisicóticos y al tratamiento de por vida.
Ya no la sentía igual que antes, ahora era una extraña; yo quería a mi loquita de regreso, pero nunca regresó.
Acababan de dar las once de la noche, mamá subía la escalera para darle su medicina.
¾Yo se la doy, no te preocupes -le dije. Regresó a la cocina mientras yo me dirigí a su habitación.
Ella estaba leyendo. Se veía tan púdica, tan soñadora, sin embargo no como antes. Me senté junto a ella en la cama, la abracé y le pregunté si ya no había tenido más alucinaciones. Contestó que no, se sentía mejor que nunca. Exaltada le reclamé que no sería feliz viviendo lúcidamente y curarse había sido su peor castigo, acababa de salir de una enfermedad y entraba a otra llamada realidad.
Ya no mereces sufrir -empecé a hablarle con ternura-, ¿sabes?, con el tiempo se llega a entender que la muerte no es sólo soportable sino hasta reconfortante. Cierra los ojos: ahora imagina que estás en un pasillo demasiado extenso; darás un paso temeroso, otro menos indeciso, y en el tercero te sentirás segura; el pasillo estará a oscuras y tú sola; doblarás hacia la derecha, abrirás el cerrojo de la puerta que estará frente a ti, entrarás a la habitación y encontrarás tus sueños, yo iré detrás de ti para darte la dosis que te hará feliz.
Mantenía los ojos cerrados, le acaricié su largo cabello negro y la cabeza con la mano izquierda; le besé la frente y no dejaba de decirle que siempre sería mi loquita. Con la mano diestra tomé la almohada que estaba en la cama, la coloqué sobre su cara inocente y presioné.
Mónica me heredó algo: su habitación en el hospital psiquiátrico.

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