viernes, 28 de octubre de 2011

Caracol

Poéticamente habita el hombre en la tierra
Hölderlin

No tengo ciudad. La mía es una ciudad invivible, imposible. No se puede vivir en ella porque carece de existencia, no se localiza en ningún espacio delimitado y tampoco pertenece a un tiempo. La ciudad en la que puedo pensar, la que suele habitarme, no se configura en un espacio único sino que se teje como un juego efímero de encuentros y desencuentros. La ciudad es desorbitante, nunca cierra espacios, los abre. ¿Podría acaso, entonces, una ciudad como esta convertirse en mi ciudad? Comúnmente se piensa la ciudad como una casa, lugar de residencia e incidencias, de permanencias y donde se echan raíces. Pero tanto la casa como la ciudad se conforman verbalmente no estáticamente, ambas se erigen habitándolas. Habitar es construir aunque también es una forma de migración, de pasar por la tierra. Las ciudades, la ciudad no es un lugar donde se vive o a donde se puede llegar sino los lugares que se llevan como crónicas de viajes. Ciudades invisibles como las de Calvino, algunas que exigen habitar los deseos y contentarnos con ello, otras especulares donde se reflejan nuestros deseos de una urbe ideal.
Un migrante, sin ciudad fija desde que recuerdo. Las coordenadas geográficas me sitúan en una tierra que no es mía, tan lejana del lugar del nacimiento, ajena. ¿De qué hablar entonces? Llevo la ciudad en mí, aunque esta no exista más que como mi habitación, no es una entidad cerrada sino la posibilidad misma de habitar, de hacer casa en cualquier lugar donde voy. Con la fragilidad de nunca saber cuál es el siguiente paraje, llevo mi ciudad como el caracol lleva su casa a cuestas.

sábado, 22 de octubre de 2011

La declaración


-¿Ha hecho ya la declaración?
-No señorita, ya le dije que no tengo nada que declarar
-¿Cómo no va tener nada que declarar? Eso es imposible. A ver, ¿la de hacienda ya la tiene hecha?
-No, mire… ¿Mariana?, ese es su nombre ¿no?- decía el hombre mientras leía el gafete de la chica que lo atendía- Yo he venido porque un señor tocó mi puerta ayer y me dijo que tenía que presentarme en esta oficina con el carácter de “deudor sospechoso”. Supuse que esto pasaría algún día pero no pensé que sería tan pronto.
-Señor, no le entiendo y la cola es inmensa, así que vámonos aclarando. Dígame por favor su número de identidad.
-No lo sé.
-¿Cómo no lo va a saber? Pufff, bueno ¿Cuál es su nombre? para que lo busque en el sistema.
-¿Mi nombre?
-Sí, su nombre. Señor, por favor, no podemos estar aquí toda la mañana.
-Perdone señorita es que yo estoy tan confundido como usted. Quiere que le diga ¿cómo me llamaba mi madre? O ¿la forma en la que me nombraban en la universidad? O ¿quizá la firma con la que escribo?
-Mire, lo que me interesa es el nombre con el que se identifica ante la Ley.
-Es que no sé cómo me identifico ante la Ley porque hasta ahora no me habían mandado a llamar. No sé quién soy para ella ni mucho menos si me nombra. Yo creo que me ha llamado para rendir cuentas, seré sólo el individuo 1347965, no considero necesario que subestime su sabiduría creyendo que no sabe quién soy. La ley siempre nos mantiene en su regazo.
-Muy bien, individuo no sé qué número me ha dicho, no tengo tiempo para sus alucinaciones así que le pido que se retire de la fila. En todo caso, aquí le entrego una hoja de declaración. Como debería saber en la parte superior tiene que rellenar la hoja con sus datos y en el espacio en blanco lo que tenga que declarar: salario, posesiones, cotización de la jubilación, seguro social, etc… Que tenga buena tarde, ahora le pido me permita atender a la siguiente persona.
Con su gabardina marrón agujereada de tanto humo, el hombre se retiró de la fila, cabizbajo, sujetando la hoja con el puño cerrado. Salió de la oficina y caminó con paso
cansado hacía un parque  que se encontraba cerca. De pronto el miedo interrumpió su camino como un encuentro fortuito que lo hizo buscar una banca donde sentarse. En el espacio en blanco empezó a escribir sin pausas, sin puntos, sin ley:
“he detenido el paso porque me he asustado con la sombra de otro individuo no soy más que un pobre miedoso que se asusta de las sombras de otros como de la mía propia seguramente me asusta la idea de mi carencia y el pensamiento de que un día vendrán a cobrarme lo que he tomado prestado sin saberlo porque uno vive siempre en un no-saber no tengo nada que declarar porque en general no hay algo que tenga si es que la posesión significa algo permanente qué identidad por declarar si la única evidencia segura de mi existencia ha sido ser sin más existir simplemente y el nombre nunca llegaba a ser suficiente para denotar cualquier identidad nada permanece y ha llegado el día donde puedo tocar con la punta del dedo índice el límite de la ley el día de la única declaración posible día del juicio final en donde uno declara que ha tomado prestada una vida que nunca ha sido suya deudor de un tiempo que no estará en ninguna parte en ninguna memoria la única declaración posible para los cuerpos nuestra propia muerte esto es lo único que puedo declarar voy a morir y vivo la muerte cada día cuando sobreviene la noche atardecer que esconde la oscuridad como el ocaso de la vida guarda la muerte”
El otoño ha entrado hoy y el último rayo de sol iluminó en una banca la única declaración posible.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ochentas

Llegué tarde a la llamada de los ochentas. También a mi propio nacimiento como el ahora que llega tarde a la cita del después. No fui ni blanca ni morena era morada, sí, morada, aunque les cueste trabajo creerlo y traje bajo el brazo de mi madre un terremoto tres meses y seis días después. “Se cayeron los aguacates del arbolote” contaba mi abuela recordando ese día mientras mi madre se agregaba  al relato expresando el “miedo abismal” de que mi incubadora se sacudiese y no prestase el servicio que mis pulmones no hacían. Aparecí a la mitad de los ochentas y los habité mucho más de lo que advertí: una época sobrepasa los años que le tiene asignado el tiempo y no hay memoria colectiva de ella, sólo huellas que conforman nuestra vida personal. Me apellido igual que mi madre y con ello, igual que los hermanos y hermanas de ella. Sin esos hermanos postizos que mi madre me dio a través de la carencia del padre, los ochentas no hubieran llegado a mí. Con su parecido a Olga Breeskin y Gina Montes, mi madre nos soportaba y criaba a todos aparentando en esa belleza de vedette el cansancio por sacar adelante a una familia que no parió. Sólo con el tiempo entendí que no merecía mis reclamos por los vestidos apastelados ni por las hombreras con las que me vestía. Mi casa fue un popurrí de los ochentas. Adi estaba enamorada de Emmanuel e intentaba imitar con maestría, cuando me peinaba, el fleco que se hacían las Flans; le gustaban los chocoroles fríos y mecerse en la hamaca del patio de atrás mientras cantaba Corre, corre por el boulevard… Con la “Güera” mi relación fue estrecha, compartimos sudores todos los domingos por la mañana cuando veíamos las luchas en la sala, intentábamos imitar la quebradora y al final alguien salía lastimada, yo era una enana y su fuerza bruta por su pasión a Máscara Sagrada y al Perro Aguayo le hacía olvidar que era solo una niña. Rafa y Fer eran los dos hombres de la casa, melómanos, sobretodo Rafa que coleccionaba acetatos y grababa en la videocasetera BETA, después en la VHS, los videos de la MTV. Cuando les tocaba la limpieza de la casa se iban a la tiendita de la esquina por gansitos, duvalines y churrumaís, ponían música a todo volumen y aprovechábamos para bailar e imitar algunos de nuestros videos favoritos: Domino Dancing, un poquito de Faith y para terminar mi actuación estelar, la Isla Bonita. Me decían “la cache” y les gustaba cargarme, darme vueltas, alucinaban con que me gustase su música, con mis disfraces. Ellos ya no se acordaran de aquellos días. Fernando era capaz de meterse un gansito entero a la boca, yo siempre reía cuando lo veía, mientras mi madre le decía “tú no comes, tragas”. Rafa aún no sabe que gracias a él me convertí en fan de todo el imaginario musical ochentero, su música fue mi música de la adolescencia, la de mi despertar a la calentura, la que me alejó de todos porque nadie conocía a los grupos que me gustaban. Recuerdo en la secundaria mi pasión por Duran Duran y la desilusión porque que ya no vivías en la casa, no había quién me prestase los discos, mucho menos amigos con quiénes compartir la afición. No quiero decir que él fue mi amigo, seguramente fue más mi hermano pero también un amor platónico de los ochentas con sus pantalones agujerados a lo George Michael. Todos fuimos partiendo, menos mi madre que también me enseño sus propios ochentas cuando los fines de semana cocinaba papas fritas con pescado y me hacía cantarle los éxitos de María Conchita Alonso. Cómo le agradezco sus amaneceres a las 7 de la mañana del domingo para acompañarme a ver Chabelo, ella dormía con su cabeza en mis piernas mientras yo cantaba el Garabato Colorado. Yo también le acompañaba todas las noches, cuando terminaba sus labores, a ver su novela de las 9, La casa al final de la calle, recuerdo que intentaba taparme los ojos en las escenas más feas, como decía, pero al final terminé gestando un miedo a las muñecas clásicas que me acompañó casi durante toda mi vida.
 Son los ochentas y tengo nostalgia de una familia que sólo existió en mi memoria.

viernes, 7 de octubre de 2011

Ravel


Frase repetida una y otra vez,
cosa sin esperanza y de la que nada cabe esperar.
Jean Echenoz

Habría que pensar en Hunting Bears como un pieza sin principio ni final, como un trozo de música que siempre ha estado ahí, como un sonido que viene de otro lado, un fragmento de algo más grande que se encuentra en otra parte y que de pronto aparece. Cuando se escucha, la sensación no es de un descubrimiento sino que se asemeja a la formalización de sonidos, como si de pronto tomase forma aquel hilo musical que pasa por nuestras cabezas en los días rutinarios y grises donde la vida se hace patente en su carencia de sentido. Intenten escucharla de camino a casa, con el cansancio del trabajo, en el metro mientras alguien te clava el codo en las costillas, con todos aquellos olores de sudor del día a día. Hay algo de cinematográfico en Hunting Bears presenta un campo completo de tiempo, su repetición permite la interiorización y su estructura genera una constancia que nos conecta con el pasado, cercano o lejano, incluso el que se proyecta en el “hubiera”.
Imaginen todas las escenas posibles, todos los personajes que pueden crearse con este fondo musical. Pero ¿Y la música? ¿La pieza en sí misma? ¿Cuál es el propósito de una pieza de este tipo? La música, como decía Cage, no se ocupa de propósitos sino de sonidos y se encuentra expresada en una paradoja: una falta de propósito intencionada o un juego sin propósito. 
La repetición, los silencios como pausas, alientos, carencia de sentido y juego infinito. Aparición no brusca, sin golpe, desvanecimiento apenas perceptible. Su existencia en otra parte pero siempre presente como formando parte de otros tantos ruidos con diversas formas me hizo recordar a Ravel. Y es que el Bolero también nos llega de otro lugar, viene desde la oscuridad, como un susurro que de pronto cobra existencia. No hay similitud en lo que respecta a los estilos musicales, lo sé, pero en la forma, en su esencia poseen el mismo juego sin propósito: “un suicidio cuya única arma es la ampliación del sonido”.