"Las utopías son los emplazamientos sin lugar real”. Dice Foucault en su famosa conferencia De los espacios otros, y es quizá por dicha irrealidad que la utopía se mueve siempre en un espacio ilusorio, atravesado por la ambivalencia y el conflicto. El trabajo de Thomas Schütte que se presenta en la exposición retrospectiva del Museo Nacional de Arte Reina Sofía, se ve atravesado por esta irrealidad de la utopía que hace imposible no caracterizar al escultor alemán de ambiguo, irónico, diverso, radical y critico a lo largo de su labor artística. Su trabajo se ha caracterizado por la diversidad de formas, estilos y rupturas que presentan sus obras, sin embargo, uno de los aciertos de esta “Retrospección” es que permite vislumbrar el encadenamiento de aparentes incongruencias que ocultan una tensión permanente en su trayectoria.
A partir de su trabajo con la elaboración de maquetas y su propia afirmación de que ésta es una propuesta, algo que se puede construir o quedar en el suspenso, se advierte un encuentro con obras que no son sino proyectos, una especie de arquitecturas utópicas, propuestas que se encuentran en un no- lugar y cuya actitud ilusoria nos sitúa en un terreno privilegiado para el juego de relaciones en donde lo ambiguo parece ser medular. Y es que dentro de las obras de Schütte este juego suele ser una subversión por deconstrucción, construye a partir del reconocimiento de la tradición y su interrupción, como se puede ver en el tratamiento escultórico del pedestal, en donde coloca cajas mesa, objetos funcionales como soporte de las esculturas, poniendo de cabeza la lógica intrínseca del monumento que supone el pedestal. Antimoderno, antitotalizante, resaltando el carácter inacabado de la utopía, sin querer cerrar la historia, en contra del “espíritu de la época” y renunciando a la escatología de las finalidades, eso es lo que se esconde tras la idea de proyecto-maqueta en su obra. Si pensamos más allá de las evidentes rupturas que supone su extenso trabajo, encontramos que por alejadas que parezcan obras como “Perro” y “Pequeño respeto”, por ejemplo, en ambas se aborda la caída de la base sólida, y se remite a la ironía, al humor sutil, sublimado, para impugnar la monumentalidad.
Esta revolución escultórica que Schutte lleva a cabo tras la subversión del pedestal supone la ruptura de lógica del monumento pero entonces ¿hay alguna preocupación inmersa dentro de esa sublevación? La trasgresión escultórica del monumento va de la mano de la inquietud por la historia mitificada, la representación conmemorativa, por los bustos de hombres honrosos. A Schütte le interesa su memoria, la memoria histórica de una Alemania convulsa de los años setentas y ochentas, trabaja con el exceso de la época de la representación, con esa saturación mimética de Occidente que ha llevado a la parodia de lo que alguna vez fuera intocable, y es que en su trabajo ya no hay el anhelo de un tiempo de mentiras verdaderas sino una crítica mordaz y grotesca exasperando las representaciones a través de su teatralización. Son confrontantes en este aspecto la serie de fotografías “Los inocentes” (1994), rostros de hombres con una gesticulación exagerada que nos impiden identificar alguna expresión definida, nos imposibilita a indagar sobre una historia objetiva o verdadera, sabemos por el título que son víctimas porque estas son siempre inocentes. La ambigüedad del rostro sugiere farsa, mueca que esconde, máscara, deformidad gestual que nos hace dudar sobre lo que representan esos rostros, pero la puesta en escena que Schütte presenta aquí, es escenográfica, coloca a los actores y al espectador en una situación determinada. Al entrar en la sala, esquinados, pero sobretodo en lo alto de las paredes aparecen los rostros, mirando al espectador desde arriba, en una posición inalcanzable más que con los ojos, salvando, guardando una distancia, ¿Por qué los inocentes están arriba? La respuesta responde al teatro, las víctimas se idealizan. La idealización de las víctimas determina lo memorial, la determinación de la memoria de un momento histórico, lo que se debe recordar y lo que habría que olvidar, la serie de fotos resalta el carácter falsario de la representación conmemorativa, su doble juego en el origen y sobre todo el papel que la estatuaría pública juega en la memoria histórica. También, Gran respeto (1993-1994), Ningún respeto (1994) y Pequeño respeto (1994) tiene que ver con su tendencia a la relación de su trabajo con el espacio público y mantienen el juego de las distancias respecto al espectador, estas obras aluden de manera indirecta a las imágenes de los derribes de las estatuas de altos dirigentes del Bloque del Este después de la caída del muro de Berlín en 1989. Cercana a esta época aparece otra de sus obras más representativas, sobre todo por su carácter de recuperación del arte del pasado. En “Los Extraños” (1992) se observa en el linaje de las figuras de Schütte, la influencia de Oskar Schlemmer con los personajes de su Ballet Triádico y las pinturas tardías de Malevich, pero además aquí se hace sumamente evidente su trabajo con la distancia para señalar el contexto social en el que gesta su obra, dada la falta de trabajo y la crisis de la vivienda los trabajadores extranjeros que residían en el país desde hacía tiempo se convirtieron en chivos expiatorios, la distancia le permite señalar la extranjería, la radical otredad, los límites de agrupación de los diferentes respecto a otros grupos inclusivos. No es raro por ello que el mismo Schütte afirme que el tipo de modelo social que mejor definía su época fuesen los pequeños grupos sueltos. Esta conclusión no provenía directamente de sus trabajos que pareciesen mas evidentes dentro de la crítica política, su afirmación responde a las reflexiones gestadas por sus trabajos de juventud, con la influencia de las pinturas de pared de Palermo redirigió su mirada hacía el ámbito de la vivienda privada, como bien señala Christine Mehring, colocando a la pared del apartamento como tema conceptual del arte. Puede observarse con Anillos (1975) que Schütte intenta mostrar la tensión de la decoración como experiencia ampliada pero, a su vez, como creación de la experiencia banal. Con la pared en el centro, como lugar ilusorio, presenta su trabajo Gran Pared y continúa ahondado en sus indagaciones sobre el espacio público. Una falsa pared de ladrillos, constituida por paneles de madera de cuadros viejos reciclados pintados como ladrillos, sostenidos sólo a través de pequeños clavos insertados en otra pared blanca, el efecto de continuidad y de lleno, impide ver desde lejos las fracturas en la instalación, pero cuando se percibe la trampa aparece la metáfora de la pared como aquello que nos separa y nos conecta a los otros. Y es que en el fondo de su trabajo, tanto en las preocupaciones espaciales como en su fascinación por lo teatral, presenta obras inmersas en el juego de lo público y privado, haciendo de la escultura pública un espacio entre dos mentes, un espacio que aunque atravesado por la utopía, la melancolía y la desazón de la posibilidad de la irrealización, sale del espacio de la galería comercial y propone en el mundo.
Nadia Cortés
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