viernes, 30 de septiembre de 2011


I’ll be your mirror

El metro estaba atestado, Réene había subido en la primera estación y por fortuna tuvo la oportunidad de sentarse hasta llegar a su destino. Venía de recoger unas fotos. Su madre solía tener grandes libros clasificatorios de fotografías, las guardaba por edades o por años de captura e incluso llego a hacer un álbum dedicado a aquellas fotos en las que usaba su vestido azul turquesa con flores rojas; su madre era una mujer que con los años no sufrió muchos cambios de figura así que se podía encontrar una foto de cuando tenía 25 y otra de 50 con esa entrañable prenda.
Réene estaba sentada en un espacio para dos personas y su acompañante desconocido no tuvo reparo en echar un vistazo a las fotos que ella observaba con fijeza y, de reojo, una miradilla inocente a su escote. Cuando se dio cuenta del mirón en turno, se quedo un rato pensando en lo que el hombre imaginaba, y no con su escote, sino lo que percibía en las fotos. Era ella de niña, sostenía un plumero, tenia gafas oscuras y señalaba hacía el fotógrafo. Pensó sin dudarlo que un hombre como aquel sentiría ternura e imaginaría todo lo que condensaba esa foto, la cantidad de recuerdos a los que aludía y sobre todo, el tiempo que velaba, una época comprendida en papel fotográfico. Pero ¿Qué era todo eso? ¿De dónde carajo salía toda esa luminosidad que reflectaba los momentos pasados? Y además ¿Dónde estaba el tiempo? Ahí no había nada, nada de nada. Pensó entonces que la gente sobrevalora, tiene en alta estima a las fotografías, o como decía Sabines, se tiene exhaltada a la luna. Porque la fotografía como la luna no son más que espejos. Decidió cambiar de foto y allí estaba ella, otra vez, sentada frente a su piano rosa en el largo comedor de la casa de los abuelos. Movió la cabeza negando algo, esa no era ella, no podía serlo, esa niñez no podía ser la suya. Y no podía serlo porque la niña parecía feliz y Rénee no recuerda haberlo sido a esa edad. Esa era otra y alguien, con la maldad de que un día se encontrasen la de la foto y ella, apretó el obturador para que una de las dos perdiese el rostro (o quizá las dos y ahora ninguna de ellas existía). Y es que la escritura y la fotografía, pensó, para la única finalidad que han sido destinadas es para perder la identidad, uno no se fotografía y no fotografía a los demás para guardar su recuerdo sino para perderlo, se intenta hacer lo imposible al fotografiar, capturar el instante, asir lo inasible y con ello aspirar a poseernos o a poseer lo fotografiado, sin más rodeos, a matarlo. 
El hombre a su lado le dio un codazo por equivocación que la sacó de aquél estado absorto en el que se encontraba. Se dio cuenta de la frivolidad de sus pensamientos, de haber perdido el paraguas con el que veía el firmamento y sin el que ahora sólo podía vislumbrar el profundo azul del cielo.
I’ll be your mirror. Reflect what you are, in case you don’t know… reproducía su ipod, mientras sus manos pasaban al ritmo de Velvet Underground las fotografías que quedaban por ver. Es como si de alguna manera le estuviesen hablando y le repitiesen con la voz de Nico que serían su espejo en el cual se reflejaría por si ella no lo sabía. Entonces detuvo la música, sus manos dejaron de cambiar las fotos y se indignó frente a su propia interpretación. No son las fotos las que serán mi espejo, se dijo a sí misma, soy yo en lo que ellas se reflejan. Ellas no son nada sin mí, la única propiedad que poseen es tanatológica. No hay ni mi pasado ni presente y mucho menos ningún futuro, ninguna proyección en ellas, sólo hay la ausencia radical de tiempo, mi mortalidad foto-grafiada. La inscripción, el grafo, el trazo, la evidencia de que no soy nada. “Toda fotografía es esta catástrofe”.
Hemos llegado, dijo, guardo sus fotos y salió del metro.